La belleza de la decrepitud Imprimir
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Por Flavio Cossio


Estambul no es tan solo su silueta y su artificio. Tras el ensamblaje de sus calles y lo magnánimo de sus cúpulas, brotan focos de vida, realidades ocultas, fantasmas pasados e invisibles que arrastran las cadenas de otros mundos silenciados por el indomable paso del tiempo.


A través de sus vetustos edificios de madera, exhala una belleza contenida, una dignidad venida a menos, una decrepitud exultante. Dice Pamuk, que lo que moldea Estambul no es tanto su apariencia como el paisaje de los espacios cerrados, un paisaje vedado que escapa al viajero. Por eso, aquel que transita una ciudad, solamente conoce una parte de ella, la más sencilla y accesible, quizás las más afable y mundana o la más hostil e insultante, dependiendo del paisaje, dependiendo de la mirada. Como la otra cara de una luna esquiva, Estambul se encierra en si misma, se desprende de su efigie y nos lleva hasta el oculto latido de sus gentes, de su amargura, de su melancolía. A través de las narraciones extranjeras, Occidente pergeñó la caricatura de Oriente, pero es una pintura inacabada, una limitada y limitante interpretación.


La construcción de una imagen está supeditada al paisaje y a quien lo observa, y ambos componen una dualidad que permite encajar la pieza, completar el artificio. Los edificios quejumbrosos que pueblan Estambul emiten ecos confusos de esa belleza oriental y decrepita, de esa melancolía tangible y a su vez radiante. Nos muestran, de alguna manera, que la vida ha pasado por sus calles, por sus gentes, por su memoria, esculpiendo en ella una mirada que responde probablemente a una irrealidad  a un espejismo.