Bogdan, el menesteroso de los Cárpatos
Viajes - Visitas a Lugares


Bogdan cree en Dios. Lo dice de forma entrecortada mientras besa una especie de muñón que sale de la unión del brazo y su mano; retorcido y atrofiado por una hemiplejia, Bogdan reconoce que es su bien más preciado: sin el no tendría nada, arguye.


Bromea conmigo amenazándome con su protuberancia obscena y yo, en tono jocoso, le propongo que se arme con un garfio o cuchillo para atracar a la gente y obtener mayor beneficio en sus cuitas. Bogdan tiene paralizado medio cuerpo y varias operaciones en la cabeza. Estuvo tres meses y medio en coma tras un atropello y sobrevivió, por ello da gracias a Dios cada día. Bogdan tiene dificultad en el habla, pero el juicio en su sitio.


Chapurrea el inglés y se busca la vida como puede. Generalmente vende unas estampitas horribles en las que aparece un señor de luctuoso ceño y con atribuciones de santo. Vende cada una a tres leis, el equivalente a menos de un euro.


Bogdan no tiene casa, vive en un albergue que ha cerrado por reforma tres semanas, de modo que él y los demás menesterosos se han esparcido por la ciudad en busca de un nuevo techo donde guarecerse en la noche de los Cárpatos.


Bogdan empieza el día en la estación de trenes de Sibiu; compra café en un cuchitril donde los clientes, tipos oscuros y con pinta de pocos amigos, beben cerveza y juegan su dinero en máquinas tragaperras a las ocho de la mañana. El suelo rezuma un olor desagradable y los pies se adhieren sospechosamente. Bogdan toma el café y a trompicones, luchando contra la resistencia de su pierna, dirige sus pasos hacia el andén. Allí, Bogdan y otros variopintos personajes beben caliente y comparten cigarrillos. Algunos han dormido varias noches en esos bancos y hasta el guarda de la estación departe con ellos, cómplice. A pesar de eso, Bogdan no tiene amigos. Cuando el dinero se acaba, los amigos también, dice con valiente resignación. Tampoco tiene madre, pues falleció recientemente y su padre y hermana, residentes en Canadá, no quieren saber nada de él.


Bogdan está impecablemente limpio; lleva una sudadera y un chaleco, un vaquero claro también impoluto y una gorra de visera verde. Bogdan prende otro cigarro y observo la extrema pulcritud de sus uñas; lo enciende dificultosamente, protegiéndose del viento con la parte impedida de su cuerpo. Luego se pone en pie y me guía hasta el autobús que parte a Brasov en unos minutos. Iremos juntos, dice; el a vender estampitas y yo a deambular por sus calles sin más objetivo que la propia deambulación.


Bogdan necesita cincuenta euros para recuperar su teléfono, lo dejó en una casa de empeño a cambio de un puñado de leis y si no los paga la semana que viene lo perderá. Saca del bolsillo una ristra de billetes de autobús para mostrármelos. El gobierno le provee de ellos para sus desplazamientos de manera gratuita. Bogdan monta en el vehículo y lo veo acariciar su muñeca deforme, se gira hacia mi asiento y amenaza nuevamente con golpearme, en vez de eso choca su ‘muñón’ con mi mano también maltrecha. Una mujer que está sentada al lado mira con recelo nuestras risas y se ajusta la mascarilla.


Dos horas después llegamos a Brasov. Al bajar pregunto a mi nuevo amigo dónde va a dormir. En la estación, añade. Bogdan no ha comido desde ayer por la tarde, por lo que le regalo pan y queso que llevo en la mochila; también digo que quiero comprar una de sus estampitas horribles para mi madre. Bogdan ríe, saca una de su bolsillo y me la ofrece al tiempo que coloco en su mano unos billetes. Su picaresca le indica que no es el precio establecido y me tiende con alegría su mano buena. Le deseo suerte y observo como marcha renqueante y dando traspiés por la estación, con su bolsa de comida y su gorra de visera. Pero Bogdan tiene suerte, pienso, al menos cree en Dios.


Flavio Cosío