En las orillas del Napo. Un viaje por la amazonía ecuatoriana.
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La imponente jungla amazónica


Una gran nube se cernía oscura y gris sobre el interminable cauce del río. La lluvia caía lentamente, sin apenas distinguirse del plomizo fondo del horizonte. Los árboles, mecidos por una mano invisible, poblaban de sonidos la selva, igual que lo hiciera un sonajero mágico. Las gotas chocaban contra la madera de mi piragua, mientras bogaba más lentamente hasta casi dejar de palear. Detuve el remo para contemplar la escena. Me encontraba frente a uno de esos momentos únicos en los que la belleza y el poder de la naturaleza se manifiestan majestuosos. Lo que mis ojos veían estaba desdibujado por la lluvia, como visto a través de un cristal dañado y sostenido por la mano del tiempo. El río, a su vez, emitía un lejano murmullo, una especie de súplica o lamento apenas audible que se mitigaba con el impacto del potente oleaje contra el casco de la embarcación. No había nadie en aquel remoto lugar, solamente el sibilante sonido del viento, las imparables gotas de lluvia y el poderoso río. Me senté bajo la cortina de agua, apoyé el remo en el interior de la canoa y contemplé la imponente jungla, mientras, en cielo, comenzaban a surgir borbotones de luz, explosivos fogonazos luminosos tras el opaco vientre de la tormenta. 


La lluvia  remitía y el Napo se abría ante mí con su absorbente corriente. Hice virar la piragua, intentando escapar de la succión propia del río; rugía igual que una bestia enfurecida. Me costó luchar contra las aguas y conseguí penetrar en un pequeño afluente que llevaba hasta una laguna interior. El cauce se cerraba y los árboles se abrazaban de una orilla a otra. Me tumbé dentro de la embarcación para pasar bajo un árbol ya vencido. Tras unos minutos llegué a la pequeña laguna. Rodeada por la selva me recordaba a un enorme ruedo de agua. Entre las ramas de una ceiba, las llamadas pavas hediondas levantaban su torpe y perezoso vuelo, los bejucos besaban el agua, al tiempo que los esquivos ojos de un caimán se perdían en las profundidades. Después, al caer la noche, el paisaje cambiaría y toda esa orilla se llenaría de luciérnagas; pequeñas luminarias en danza con la profusa negrura de la selva.


 Estaba en el interior del parque nacional Yasuní, a orillas del río Napo (afluente del Amazonas), en plena amazonía ecuatoriana y muy cerca de la frontera fluvial con el Perú. La que fuera tierra de los temidos aucas, era ahora un lugar de conflicto con las petroleras que explotan este gran territorio. Los misioneros españoles que vivían en la zona desde hacía cuarenta años y que habían llegado en un largo viaje remontando el río, me habían contado los pormenores de esta guerra entre las empresas encargadas de extraer el oro negro y los nativos de la zona. 


Estuve un par de días en la misión de Nuevo Rocafuerte. Los misioneros navarros, me abrieron las puertas de su casa. Frente a una mesa cuadrada y un plato de arroz hervido con sopa, me contaron los pormenores de la vida cotidiana, sus enfrentamientos con las petroleras, el gobierno y la preocupación por la población nativa de la zona. "A mis misas no asiste nadie", me dijo el más veterano de los capuchinos. Esto era debido a que en sus homilías manifestaba una actitud crítica contra las empresas extranjeras que expropian las tierras ante la pasividad del gobierno. Las gentes del lugar, sabiendo de las represalias de enfrentarse a los grandes gigantes del petróleo y a su omnímodo poder sobre ellos en materia económica, dosificaban con extrema precaución sus relaciones con este pequeño reducto de la iglesia, aunque no dudaban en acudir en momentos de necesidad a pedir una ayuda que nunca les sería negada. Las puertas siempre estaban abiertas, argumentaba mi contertulio mientras tomamos un té en la parte trasera de la casa entre gallinas y plantas. A pesar de los robos sufridos, no existía ningún elemento disuasorio que delimitase la entrada de cualquier persona en la propiedad. Anduve dos días curioseando en la biblioteca; entre viejos tomos de teología y filosofía, un vetusto ordenador era aporreado por los dedos de este interesante sabio. De sus teclas silbaban cual saetas, unos artículos que le habían granjeado la enemistad de las multinacionales y sus compinches los gobernantes. Escuché las palabras de este hombre con respeto y admiración. Hablamos de la teoría de la liberación y de su largo viaje hasta el Napo casi cincuenta años atrás. Pero fue sobretodo su preocupación por la naturaleza, la contaminación y los aucas el tema de nuestro diálogo en aquellos dos días


Divididos entre la supuesta civilización y la pertenencia a unas costumbres ancestrales, las tribus originarias de esta selva, los tagaeri y taromenane, también llamados los no contactados, componen un grupo de indígenas cuyo origen es común al de la etnia huaorani, los cuales se han aproximado más a la modernización desde los años cincuenta con la irrupción de las empresas petroleras en la cuenca del Napo. Resistiendo en la llamada zona intangible creada en 1999 para blindar el territorio de cualquier tipo de extracción de los recursos naturales y en el corazón del parque nacional Yasuní, los tagaeri y taromenane buscaron su invisibilidad en la parte más ignota de la selva amazónica, al contrario que los huaoranis, cuyo vínculo afectivo con la civilización ha generado disputas importantes entre ambas tribus.


Según distintas versiones, dicha zona no es respetada por las petroleras que, ocupando territorios ilegítimos, se expanden robando la tierra a los nativos. Estos conflictos han llegado a causar algunos ataques por parte de los indígenas contra los llamados invasores. Cara y cruz de una misma moneda, lucha entre la modernización y la conservación, así se extiende la sombra de la contradicción sobre las aguas del Napo. 


Pero sin lugar a dudas, uno de los acontecimientos más trágicos y luctuosos, ocurrió el 30 de marzo del 2013. Ese día, un grupo de huaoranis se adentraron en la selva con el fin de vengar la muerte de dos ancianos de su tribu que fueron lanceados por los taromenane unos días antes. Grabados en vídeo con un teléfono móvil, las imágenes de esta pareja ensartada en lanzas recorrieron internet sin dejar claro la veracidad de las mismas. No tardarían los huaoranis en tomar la justicia por su mano, pues al poco tiempo un grupo de ellos se adentraron en la selva para zanjar, mediante la ley del talión, el asesinato de las gentes de su clan. Y así lo hicieron, tras entrar en la zona de los no contactados, mataron a un número indeterminado de taromenane y raptaron a dos niñas de seis y tres años. Las niñas permanecieron un tiempo con sus captores, hasta que el gobierno ecuatoriano tomó cartas en el asunto, juzgando por etnocidio a los acusados, encarcelando a los responsables y sacando a las niñas de su reclusión.


El gobierno ecuatoriano tuvo dificultades para establecer el procedimiento legal contra estas personas, ya que en la práctica, éste se había mantenido ajeno a las formas de vida y particularidades de la jungla, no interviniendo en gran medida en sus luchas tribales. Pero una selva donde los asesinatos se graban con teléfonos móviles, parece no estar tan alejada realmente del "corrompido" mundo exterior.


En el siglo XVIII, Jaques Rousseau creó la conocida “teoría del buen salvaje”, refrendando con ella a Montaigne y la "candidez original" de los pueblos. Intuyo que las circunstancias que se dan actualmente en el territorio Yasuní, no dejan lugar a disertaciones filosóficas o antropológicas de esta índole. Entre la tupida amazonía ecuatoriana se establece más bien una frontera entre dos conceptos antagónicos de relación con el medio y el desarrollo de la vida en el mismo. El creer que las bondades de los hombres están estrechamente ligadas a su nivel de vinculación con la naturaleza o al aislamiento de la civilización convencional, no es más que una deformación de la realidad que carece de credibilidad, pues bien es sabido que el bien y el mal conviven en el ser humano desde sus orígenes, tal como lo hace el haz y el envés en una hoja de árbol.


Pero la jungla seguía ajena a todas las vicisitudes de los hombres y a sus complejas cavilaciones. El incesante sonido de las aves, las filas interminables de hormigas cortadoras de hojas, los insectos invisibles y las peligrosas serpientes, proseguían viviendo sin la moral y la antropocéntrica justicia.


El aullido de los monos avisaba de una presencia, solamente delatada por el movimiento en las ramas de los árboles. El sol hacía llegar sus rayos al interior de la laguna. La soledad y los ruidos procedentes de la jungla me sobrecogían en la quietud de ese remanso de agua bajo la cual coleaban pirañas de afilados dientes. Tras unos minutos decidí remontar el río de vuelta. Luché una vez más contra la corriente que me arrastraba sin piedad y al ponerme a salvo, pude notar el calor del sol en mi piel. Detuve nuevamente el remo y miré hacia la desembocadura: la luz brotaba y el color del río cambiaba su tono sombrío por otro más luminoso. Las aguas se mecían con tranquilidad y el viento apenas hacía llegar su último hálito; un pez saltó a la superficie, creando una gran onda en su caída y provocándome un notable susto. Cambiante y poderosa, la misteriosa selva se impregnaba de luz al mismo tiempo que de vida, agarré el remo y coloqué mi cuerpo en la popa para apreciar la nueva gama de colores que se desplegaba ante mí. Quería disfrutar sin prisa de aquel pequeño espejismo de felicidad.


Flavio Cossio