El expreso del Bósforo. Imprimir
Viajes - Visitas a Lugares


 En los confines de la Europa balcánica 


El tren comenzaba a moverse con torpes sacudidas, como lo hiciera un animal gigante despertando de un letargo de siglos. Abajo, en el andén, un tumulto se agolpaba despidiendo a los viajeros, besos y abrazos apaciguaban la inminente partida.  Eran los confines de la Europa balcánica y las gentes que poblaban el tren y su exterior lo dejaban de manifiesto. Un señor bajito y con bigote controlaba el vagón, vigilando que nadie pudiera aprovechar la parada para colarse. Tenía un rictus serio y abatido, como cansado de viajar en trenes que nunca llegan a ninguna parte. La noche se acomodaba mientras yo hacía lo propio en mi compartimento. El manso tren fue tomando velocidad progresivamente, hasta que al mirar por la ventana los edificios se convirtieron en ráfagas indeterminadas; estelas confusas que dejaban atrás lo concreto y descubrían, para el viajero, un nuevo e intrigante destino.


Salí al pasillo para estirar las piernas; el vagón era oscuro y silencioso, apenas una luz mortecina alumbraba el traqueteante corredor en el que los viajeros, esos espectros de la noche, se aferraban como podían a los asideros, evitando así caer sobre el interminable suelo enmoquetado. Una silueta femenina destacaba a escasos metros de mí. Su contorno era como un trazo lleno de color bajo la tenue luz de las lámparas; era un ser desubicado y desconcertante, algo que no encajaba en aquel paisaje insomne de fuertes vaivenes.


De figura menuda y pelo leonino, vestía un peto vaquero y camiseta amarilla a rayas, estaba descalza y con la ventana abierta, fumando de manera aparentemente abstraída mientras observaba la línea fugaz de un horizonte perdido en la noche. Me quedé parado sin quitar la vista de la chica, la que con total naturalidad se mantenía ajena al mundo y a ese tren de destino oriental. Nada alteraba su cadencia al fumar y el cigarrillo parecía que llevaba unido a ella toda la vida. Tal era su elegancia y solvencia en el acto que tuve ganas de encender uno. De sus labios balcánicos exhalaba, con sensual gesto, el humo procedente de sus pulmones. Las volutas informes se desvanecían como lo hiciera un fantasma etéreo y sutil.


Me aproximé lentamente hacia ella, no quería romper la visión de esa silueta adornada de una belleza onírica. Intenté mantenerme lo suficientemente lejos para no alterar el momento. Abrí a duras penas una de las ventanas como excusa para poder contemplar la chica y la escena. Se mantenía ajena a mí y al mundo que nos rodeaba. El encargado del vagón pasó junto a ella y ni tan siquiera tuvo el valor de amonestarla por su acto incívico. Es más, diría que pasó hipnotizado por el halo que desprendía aquel ser extraordinario. Me miró algo turbado al llegar a mi altura. 


Comprendí muy bien el mutismo grabado a fuego en su rostro. Miré al exterior intentando ver lo que ella había tenido a la vista unos segundos antes que yo, pero la negrura de la noche me devolvió solamente negrura. Lanzó el cigarro con fuerza y sin remordimiento al mundo que se fugaba ante nosotros. Tras unos segundos más frente al vacío exterior, cerró con mañosa rotundidad la ventana. Un fuerte olor a tabaco llegó hasta mí. Fue en ese momento cuando su mirada coincidió con la mía, duró lo que dura el alarido de un tren al partir. Sus ojos indescifrables en la noche desprendían cierta socarronería. Su boca esbozó una sonrisa, sabía que había estado observando su inalterable belleza desde la distancia.


Su pelo rubio y rizado se movió con el giro realizado al encaminarse de vuelta a su compartimento, el cual emitió un sordo sonido al cerrarse. A la mañana siguiente la busqué entre el gentío y las maletas, pero no di con ella. Nuevamente la turbamulta se afanaba por abandonar el tren con prisa desmedida. Estambul emergía rutilante y poética frente a nosotros, pero de la joven no había ni rastro. Intenté entonces, ante mi frustración, rescatar la imagen de su marcha la noche anterior, una imagen casi literaria; y así la visualicé, encaminándose a su coche tras cerrar la ventana, descalza, indiferente y poderosa sobre el largo pasillo enmoquetado en el viejo expreso del Bósforo.


Texto y Fotos: Flavio Cosío Moreno