Athos. La montaña sagrada. Imprimir
Viajes - Visitas a Lugares


Athos. La montaña sagrada.




Los peregrinos entraron de manera ordenada y tomaron asiento en los largos bancos de madera. Había distintos tipos de mesas distribuidas en la amplísima estancia y sobre ellas y en toda su longitud, se disponían los alimentos generosamente preparados. Ocupé una pequeña mesa redonda de piedra a la entrada del comedor para tener mayor ángulo de visión. Los monjes eran unas siluetas negras que velaban por el silencio que debía acompasar la lectura del texto sagrado durante la cena. Un hombre de edad indeterminada y blanca barba era el encargado de realizar dicha  función. El espacio era gigantesco, con luminosos murales en los techos y paredes, velas de fuego oscilante daban mayor solemnidad al salón, y grandes lámparas teñidas por el paso del tiempo, pendían sobre nuestras cabezas. Me encontraba al lado de un padre y un hijo, el cual miraba igual de sorprendido que yo el lugar donde nos hallábamos. Esperé prudentemente a que mis compañeros de mesa comenzaran para imitarlos. Una campana dio el aviso. Solamente se escuchaba el soniquete de los cubiertos al chocar con los platos. En ese momento surgió de una mesa un leve murmullo. Un monje de mirada rasgada emitió un feroz gruñido, reprendiendo con dureza al peregrino por su osadía; este disimulando su atrevimiento, clavó la mirada en el plato y se unió de nuevo al mutismo general.


 Apenas teníamos unos quince minutos para comer y era fundamental y obligatorio no abrir la boca en ningún momento. En el centro de la mesa había unas porciones de queso salado y unas toscas aceitunas, también pepinos y tomates para acompañar las judías y el arroz que hacían de plato principal. En una copa de cristal con formas extravagantes puse un poco de vino blanco, estaba bajo de temperatura y con un cierto sabor añejo. Llené un vaso de aluminio con agua fresca para contrarrestar la presencia del alcohol en mi boca. Seguía mirando con atención lo que ocurría alrededor. La vieja sombra barbuda continuaba emitiendo su sorda letanía al compás del estridente sonido de los cubiertos. 


La campana anunció el final de la cena. Tratando de deglutir el último bocado, nos pusimos en pie para ver pasar la comitiva de monjes que abandonaban el comedor. Una vez que hubieron dejado la estancia, el resto de fieles siguió sus pasos de manera ordenada. A la salida nos esperaba un patio central con grandes árboles y una bella fuente de mármol de la que colgaba un pequeño recipiente de metal para beber. Caminé silenciosamente, pues aún no había podido desligarme de la obligación de no emitir sonido alguno. Crucé por un arco enorme que era la entrada principal al monasterio y dirigí mis pasos hacia el mar. Al final de la larga playa en la cual estaba prohibido el baño, había un viejo embarcadero en el que un taciturno monje miraba el ocaso. El oleaje chocaba con las traviesas que eran utilizadas para botar las embarcaciones a las aguas que un día atrajeron de forma accidental a la Theotokos, es decir, a la madre de Dios. Cuenta la creencia ortodoxa que la virgen María y San Juan el evangelista, arribaron a estas costas mientras iban a la isla de Chipre a visitar a San Lázaro. Fue en ese momento cuando este pequeño enclave de la península Calcídica, sería consagrado a esta figura femenina, quedando prohibida la entrada de cualquier mujer a la montaña sagrada.



Ágios Óros, el lugar sagrado, fue el primer nombre que recibió este conjunto de veinte monasterios diseminados a la sombra del punto más elevado, el monte Athos, cuya cumbre asciende hasta algo más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Narra la mitología griega que Athos era uno de los gigantes que se reveló contra los dioses y en la lucha, arrojó una piedra de proporciones titánicas al colérico Poseidón, siendo esa mole el lugar donde se levanta hoy este extraño lugar. Unida por una lengua de tierra a la península griega, concretamente a la región Macedonia, el estado monacal se extiende en el límpido horizonte mediterráneo. Solamente se puede llegar en barco hasta las costas de este pequeño mundo que, ajeno a las realidades del exterior durante mil años, es uno de los rincones más extraños de Grecia y Europa. Un par de barcos diarios unen Ouranopolis, con Dafni, el puerto donde atracan los ferrys y botes; desde allí, un autobús llega hasta Kayres, la capital administrativa del monte.


Llevaba años queriendo visitar este curioso semiestado ortodoxo y para ello había que obtener una credencial. Actualmente se puede solicitar la entrada a Athos a través de una dirección de email,  explicando detalladamente los motivos de la visita y dejando clara la motivación del viaje, la cual normalmente suele ser de carácter religioso. En una pequeña oficina junto al puerto de Ouranopolis, se expide dicho salvoconducto, el llamado diamonitiron. Todas las mañanas a primera hora, grupos de peregrinos esperan que las ventanillas abran para recibir el papel que les permitirá tomar el ferry con destino a Athos. 


Las mujeres tienen prohibida la entrada en el monte, pero durante mucho tiempo también lo tuvieron los catalanes. En el siglo XIV y al mando de un mercenario llamado Roger de Flor, un grupo de almogávares que luchaban contra el turco y a favor del imperio Bizantino, perpetraron un saqueo en los monasterios athonitas. La dificultad en el pago de honorarios a estos hombres del mar, tan sangrientos como valientes, hizo que las costa griega se viera sembrada de constantes saqueos y muertes. En el año 2005, el gobierno catalán donó una importante suma para la reconstrucción de uno de los monasterios, concretamente el de Vatopedi, levantando con ello la prohibición establecida contra los catalanes. 


¿Pero cómo surgió este curioso lugar? Apartados del mundo y entregados a la meditación, los primeros monjes se dispersaron por las cavidades rocosas de la montaña en busca de un contacto más íntimo con la divinidad y se entregaron al eremitismo, práctica que consiste en la busqueda y la contemplación espiritual a través de la soledad y la penitencia. Poco a poco los ascetas fueron buscando una Vita communis, para ello se juntaban algunos días concretos de la semana, llevando a cabo una oración conjunta y volviendo después a la reclusión de sus celdas individuales. Este tipo de acercamiento social daría lugar a las lauras, y en ellas, el contacto entre los miembros sería puntual. Otra forma de vida monacal era el cenobitismo, que consistía en la formación de una comunidad de monjes en el que la convivencia sería permanente y en la cual todas las actividades religiosas, el desempeño de distintos trabajos y la comida, se realizarían de manera conjunta. Estos eremitorios, lauras y cenobios son el germen de esa estructura social que es el monte Athos.


Antes de volver hacía el monasterio que estaba a punto de cerrar sus puertas, visité junto al embarcadero un pequeño manantial. Dos hombres y un niño que había visto previamente en el comedor me indicaron que bajara los escalones y que bebiera el agua sagrada. Para ello me pasaron un maltrecho vaso de plástico. Ante el generoso interés, mojé mis labios con bastante aprensión, pues ni el agua que emanaba, ni el vaso en cuestión, me daban excesiva confianza. Volví al monasterio sin prisa y subí a mi celda, una pequeña puerta comunicaba la habitación con una terraza de madera que asomaba a lo largo de la fachada lateral del edificio. Frente a ella, un fantástico bosque de vegetación salvaje apareció ante mis ojos. Me senté con un libro en silencio, mientras la luz declinaba y la noche se acercaba con sigiloso tacto.


A la mañana siguiente me dirigí a pie hasta Karyes, lugar donde tomaría un bus hasta Dafni y desde allí el ferry de vuelta a Ouranopolis. Caminando por una pequeña trocha ascendente iba dejando el monasterio de Iviron en un plano inferior. A los pies de una morera negra, un monje recogía los pringosos frutos que le teñían las manos de un rojo sanguinolento. Me ofreció uno y lo tomé torpemente, manchando las mías de manera solidaria. Se despidió en griego al tiempo que bajaba con un pequeño hatillo en dirección contraria a mí. Yo me senté en el pretil desde el que se dominaba el mar y el monasterio a la derecha. Observé sus torres e imaginé aquellos primeros eremitorios, lauras y cenobios que fueron dando lugar a lo que tenía ante mis ojos. He de decir que mi interés residía más en aquel tipo de vida que en lo que había visto hasta ese momento en el monte. La institucionalidad y oficialidad de aquella vida monacal eran antagonistas de lo que  yo consideraba búsqueda interior. Quise imaginar a los eremitas que desde alguna cavidad rocosa se entregaban a la contemplación íntima de un mundo complejo. Seguí subiendo la pendiente hasta llegar al final, el sudor corría por mi frente y la humedad, pegajosa y salina se aferraba a mi cuerpo. Miré desde las alturas el frondoso bosque que arropaba al monasterio y un rutilante sol me regaló sus rayos cegadores. Arrullado por el trino de los pájaros, un nuevo día surgía en Ágios Óros.


Texto y fotos: Flavio Cossio