Reflexiones desde una ventana.



Las moreras dejan escapar sus hojas a merced del viento otoñal en una danza imposible y confusa. El granado, desprovisto ya de sus frutos, amarillea triste y alicaído, satisfecho quizás de haber dado a la tierra su simiente o sencillamente abatido por la vuelta de Perséfone al reino de Hades. Los cipreses que observo desde la ventana mueven su masa arbórea al compás de la lluvia, como en una coreografía natural y atemporal. Es la cotidianidad del encierro mientras la vida pasa al otro lado de la ventana. Una cerveza insípida acompaña con sus burbujas la algarabía de la vida exterior. Fuera siguen los pájaros cantando, que diría Juan Ramón. Independientemente de la catástrofe que nos visite, su trino será de las pocas cosas bellas que permanezcan. El sol lucha con las nubes intentando colar sus rayos, pero éstas habrán de ganar, lo que hace que maldiga el momento en que se me ocurrió tender la ropa. 


Las horas pasan sin orden ni concierto. Ayer parece hoy y hoy un remedo de ayer. El orden del tiempo se estremece en una casa que bien podría ser una habitación grande. Es la época que nos toca vivir. El virus doblegando a un mundo infestado de errores; de complejos y acomplejados; un mundo que se erige sólido en según qué latitudes y acaba en la lona por su prepotencia e ignorancia. No es nada nuevo. Son los gajes del azar; las venturas y desventuras de un devenir siempre confuso y frágil. A unos nos tocó un virus y otros ni siquiera llegarán a verlo. Dios jugando a los dados o los dados jugando con el cosmos.


Tras unos días en fuga, mi lucidez  vuelve con cierta reticencia. Estudio, escucho música, veo series, leo y escribo; esas son las ocupaciones que distraen mi mente. La soledad hace que la cabeza se disperse y entre en un estado extraño, una especie de letargo, un cambio de cadencia. Me descubro sentado en el sofá y mirando el vacío. Recuerdo a Xavier de Maistre quien en el año 1794 escribió un libro: viaje alrededor de mi habitación. La historia narra las reflexiones y divagaciones de este conde que fue condenado a cuarenta y dos días de reclusión domiciliaria por batirse en duelo. Me propongo de alguna manera emular el estático viaje de Maistre y analizo los objetos que pueblan mi casa. Me doy cuenta de que cada uno de ellos tiene también su historia y está ligado a un recuerdo.


Si miro al frente encuentro una pequeña estantería sobre la que penden las hojas de un poto. Homero, Sófocles y Borges, entre otros, soportan el peso de un sifón antiguo, una coctelera, un artilugio indochino para consumir opio, una máscara veneciana y unas cuantas balas de la guerra civil; también un komboloi, un pequeño escarabajo egipcio y un buda en miniatura. En una estantería inferior y a ras de suelo, hay una shisa hecha con una botella de Grand Marnier que compré una mañana en el zoco de Marrakech a un vendedor adusto y mal encarado que terminó sonriendo y estrechando mi mano tras un largo regateo. Un viejo tocadiscos muerto que acompañó a mi familia toda la vida permanece empolvado, sobre él y sin girar durante lustros, la manzana verde de los Beatles se muestra con un color intenso y sin acordarse de Abbey Road ni sus pasos de cebra; tampoco del sonido musical que guarda el viejo vinilo que decora. A su izquierda y en otra columna, cuelga de la pared un mapa del Adriático, me lo regaló la madre de una novia que ya no tengo. En su bello papel encerado aparece plasmada la costa Dálmata, la República de Ragusa, la Croacia Turca y el golfo de Venecia. Años más tarde recorrería yo mismo aquellas costas turquesas y pedregosas en uno de los viajes más bellos de mi vida.


Una pared más allá, cuelga un Gong que compré cerca de la frontera entre Tailandia y Camboya. Viajé durante dos días para ver cómo los fabricaban a mano en un lugar del que ya no recuerdo el nombre. Recorrí los últimos kilómetros en la parte trasera de una furgoneta llena de gallinas y con un papel escrito en thai indicando el lugar donde debía apearme. Un alma caritativa descifró el galimatías y me indicó: cuatro casas desperdigadas junto a la carretera y una sola persona golpeando el metal para darle forma. Anduve con el hombre varias horas admirando su trabajo y fotografiando todo; su hijo menor de edad, me llevaría después en moto y cargando con los cachivaches que había comprado a su padre hasta una carretera secundaria para tomar un bus de vuelta. Sobre él (el Gong) hay un martillo de tela naranja con el que aporrear el instrumento; su finalidad es hacer sacar un sonido largo y sordo al objeto usado en las ceremonias religiosas. A su lado cuelga un machete de mala calidad que no sé por qué adquirí en las montañas de Sapa, en Vietnam. Su mala manufactura no enturbia el recuerdo y la belleza de la mujer que me acompañaba en aquel viaje sobresaltado. Aún la veo con un jersey fino y oscuro, mirando a la cámara con la que la retraté en una mañana nubosa y gris; igual que también la veo con la piel tostada, con un pareo azul y de espaldas al mar en la misma costa Dálmata que habita el mapa antes mencionado. Nunca antes fui tan consciente de la finitud del momento, del amor y de la belleza.


Si voy en busca de otra de las paredes que sustentan mi casa, más pequeña que la habitación de Xavier Maistre, me topo con la puerta; sobre la mirilla e igual que un centinela contra los malos augurios pende la Hamsa, mano con cinco dedos y un ojo incrustado que protege el hogar de musulmanes y judíos. La mía es israelí y la conseguí en una cacharrería en Jaffa, la ciudad vieja de Tel Aviv. Sobre ella y más allá del quicio de la puerta, un ojo turco (que ya estaba en la casa) vive en armonía con la mano y contra el mal que acecha en el exterior. Llegados al otro extremo, una foto en blanco y negro realza la belleza de la Mezquita Azul; recortada a contraluz con sus minaretes y detenida junto a un vuelo de palomas, el templo musulmán me hace recordar Estambul y sus cúpulas; también los paseos por el puente Gálata;  las cervezas a los pies de su torre en un invierno frío de abrigos negros y el maravilloso Museo de la Inocencia.


En la última pared cuelgan dos fotos y otro Gong igual al anterior; también un adorno de madera decorado con un africano tocando un tambor, aún percibo el olor a madera que había en el oculto taller de una calle en Essaouira. Las fotos son del año 2006 y están hechas en India. En la primera aparece una madre embarazada sosteniendo un bebé en brazos. En la segunda tres mujeres, una de las cuales sostiene también a otra criatura; contemplan el majestuoso mármol del Taj Mahal en una mañana luminosa. Sus saris coloridos contrastan con el blanco del mausoleo y con el bello y límpido azul celeste.


Muchas veces me he preguntado, sobretodo de la primera foto, qué será de esa madre, de su pequeño y del bebé que aún no había nacido. Qué avatares han vivido en estos años. Qué hicieron ese día en que yo, cual ladrón de almas, les sustraje un instante de sus vidas para colgarlo en una pared o para publicarlo en una revista de viajes, lo que sobriamente reflexionado no deja de ser una auténtica ordinariez. Este análisis de la imagen y de los misterios que esconde me lleva de golpe a mi infancia. El virus y el confinamiento tienen estos vaivenes caprichosos. De niño vivía en una casa muy antigua, en ella todo lo que poblaba las estancias era extraño y anacrónico. Pero una de las cosas que más llamaba mi atención era la foto de un bisabuelo. En un marco rojo y con un fuerte contraste entre el blanco y el negro, yacía olvidado en un rincón de una habitación con chimenea. Su apariencia era más bien la de un dios Lar, perdido y arrinconado al final de una galería que crujía como si una legión de ánimas incorpóreas transitara sobre sus vetustas maderas.


En ese momento tuve la terrible clarividencia de algo bastante complejo para un niño: aquella foto había sobrevivido a su protagonista. Yo nunca conocí a aquel hombre, salvo por una imagen engañosa. Un fragmento de su vida en el que mi antepasado posó sin pensarlo para una eternidad difusa. Pero en el fondo no puedo dejar de pensar que una imagen te sobreviva es algo terrible y vulgar. Todo esto viene a mi mente mientras divago encerrado en esta pequeña estancia. El motivo del encierro no es un duelo como el de Maistre, lo cual daría a la situación cierto aire romántico y canalla, sino el contagio por un maldito virus que tiene al mundo en jaque, y a mí, enfermo. Miro una botella de vino que tengo, no pienso abrirla hasta que no recupere el sentido del gusto y el olfato. Cuán importante es todo aquello que obviamos: el color del otoño, el sabor de una comida, el aroma de la ropa limpia o el inmenso placer de caminar sin rumbo. Todo está lleno de matices que se nos escapan por la inercia de lo cotidiano, por la vulgaridad de la costumbre. Los versos de León Felipe lo expresan certeramente: 


"...Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, ni el tablado de la farsa ni la losa de los templos..."


Vuelvo de mi viaje mental y reflexiono sin mucho optimismo, sabiendo que cuando amaine el temporal volveremos a olvidar la fragilidad de todo y daremos por hecho el significado de cosas que encierran pequeños y valiosos mensajes; seremos igual de soberbios y por ello un poco más ignorantes. Espero equivocarme, pero tengo mis dudas, pues la vela propone pero es el viento quien dispone.


Flavio Cosío Moreno.