A sesenta kilómetros de Mosul
Viajes - Visitas a Lugares



Son la once de la mañana de un día de  julio y hace apenas unas horas he estado tomando una taza de té mientras veía pasar las aguas del Gran Zab, afluente del Tigris. Poderoso como hace milenios, el río nos recuerda la fuerza de la naturaleza y nos ubica en un lugar concreto del mapa: la antigua Mesopotamia, la cuna de la civilización, el lugar donde se inventó la escritura. Maltratada desde hace décadas por la guerra, la tierra que fuera escenario de las aventuras de Gilgamesh (héroe de la mitología Sumeria), se despereza frente a la barbarie que se ha vivido a unos cuantos kilómetros de dónde me encuentro.


Estoy en el norte de Iraq, concretamente en la región autónoma del Kurdistán, a escasos kilómetros de la frontera turca y a tan solo unos sesenta de la ciudad de Mosul. Pero lo que he venido a buscar aquí no son los vestigios de una guerra reciente, sino a las gentes que han sobrevivido a ella y se refugian en una ciudad tan pequeña como santa: Lalish. Se cree que el arca de Noé varó en estas tierras tras el diluvio, siendo por ello el primer enclave donde se estableció la vida después de la catástrofe. Es el lugar donde viven los adoradores del pavo real y a los que llaman seguidores del diablo. Es la tierra de los maltratados yazidíes.


El ardiente suelo hiere mis pies al pisar la sagrada  Lalish. Ningún peregrino puede hollar con sus botas el suelo de esta ciudad, por lo que es obligatorio descalzarse y dejar los zapatos fuera del recinto. Kamal, mi taxista, hace un gesto para decirme que cuidará de mis maltrechas sandalias hasta que regrese. Nos acabamos de conocer tan solo una hora antes. Él se encontraba apostado en un cruce de carreteras entre Erbil (una de las ciudades más antiguas del mundo permanentemente poblada) y Duhok, lugar dónde he logrado bajar de un taxi compartido y negociar el trayecto hasta aquí.


El taxi de Kamal está hecho un desastre y me ha cobrado seguramente un precio desmedido, pero parece buena gente y me fío de él, aunque no tanto de su desvencijado vehículo. Las lunas rajadas y sucias apenas permiten ver a través de ellas, y un polvo amarillento y pegajoso puebla la carrocería. Tal es la cantidad de suciedad, que al quitarme el cinturón de seguridad me ha quedado una franja polvorienta en la camiseta.


 El enclave está ubicado en una zona rocosa de no mucha altitud, donde un gran número de árboles aparecen diseminados por las laderas de la montaña. Antes de entrar al recinto veo a una familia, disfrutan de un almuerzo a la sombra de un árbol. Asciendo por una pequeña pendiente hasta llegar a un puesto de control. Saludo a los militares que se sorprenden al verme llegar. Pase, dice uno de ellos con prontitud. El calor sigue abrasando mis pies, aunque aún es temprano se esperan temperaturas de hasta cuarenta y cinco grados centígrados. 


Dirijo mis pasos a la primera puerta y aparece un patio donde hay dos señores charlando. Al ver mi desorientación, amablemente me dirigen hacia la entrada correcta, no sin antes preguntar por mi procedencia. Siguiendo su consejo, entro a otro patio más amplio, donde un poderoso árbol se inclina reverente, ante la bella entrada al templo sagrado. Una negra serpiente en el lado derecho, nos recuerda la amenaza que se cierne sobre estas gentes. El contraste entre el oscuro ofidio y el blanco de la puerta choca de manera antagónica,  haciéndome pensar en la simbología del mal. Apenas reparo en la presencia de un individuo que está recostado en el suelo bajo un techo y jugueteando con un pequeño globo, parece una especie de gurú sacado de las mil y una noches, aunque el objeto que tiene en las manos no me encaja. Reclinado sobre unas telas acolchadas inclina su cabeza a mi llegada, yo hago lo mismo. Pregunto si puedo entrar al interior e indica que no con una sonrisa, claramente no repara en lo que me ha costado llegar hasta allí.


Pero no desespero, pues ando asombrado con los motivos esculpidos en el fabuloso arco que tengo frente a mí. Aprecio en la parte superior la figura del famoso pavo real, también llamado Melek Taus, el ídolo al que rinde culto está etnia y cuyo otro nombre es Shaytan. Evidentemente dicho nombre nos recuerda a otro muy significativo: Satán. Se dice que Melek Taus era un ángel caído al que Dios perdonó posteriormente. Es por ello que son considerados los adoradores del diablo. Pero nada tiene que ver nuestra oscura figura, y por supuesto las cábalas que hacen los grupos fundamentalistas para aniquilar a estas gentes (véase lo que ocurrió en el monte Sinyar). Esta religión, cuyos orígenes se encuentran en el Zoroastrismo, se remonta al 2000 ac, siendo por ello anterior al Islam. Mientras divago en silencio, aparece un joven pelirrojo con un pañuelo puesto a modo de turbante. Su mirada transmite sosiego y en su interior percibo una sinceridad verdadera. Habla un poco de inglés y le hago algunas preguntas a las que responde a duras penas. Hace un gesto para que lo acompañe mientras el otro hombre mira sorprendido. No pierdo ni un segundo y voy tras él. Mediante señas me indica que el escalón blanco que hay en la entrada al templo hay que saltarlo, que no se debe pisar. Hago lo propio, imitando su movimiento. Pienso, para mí, que es un modo de separar el mundo sagrado del profano, una pequeña frontera para dos realidades. Entramos y descubro, cuando mis pupilas hacen su trabajo, un espacio de techos altos con huecos excavados en la piedra y teñidos de negro por el fuego y el aceite que usan como combustible. Unas altas columnas sujetan el ancho templo.


Hay unas telas colgando en las que los fieles hacen nudos que otros han de desatar, supongo que piden deseos, pero no tengo tiempo de preguntar a mi guía que ya se dirige hacia el interior. El suelo está pulido y hay agua en forma de charcos. Nos adentramos en pequeñas grutas donde enseguida aparecen ánforas que contienen aceite. Antiguos jarros oscurecidos y brillantes a la luz de las velas por una película oleosa. Supongo que son muy antiguos. Parece que he entrado en un lugar parado en el tiempo. Seguimos hasta otra sala donde hay una tumba y se oye agua corriente. El joven monje señala una especie de manantial completamente oscuro, donde unas pequeñas escaleras (o eso creo intuir ante la falta de luz) conducen al lugar donde son bautizados los niños yazidíes. Está prohibido el paso a personas de distinta religión a esa zona el templo.


Seguimos caminando a través de las sombras, la oscuridad le otorga a este lugar un aura mágica y tenebrosa. Por un momento nos detenemos y mi cicerone hace un gesto para que escuche, pero lo único que percibo es el silencio de la cavidad rocosa, es tan poderoso que  llega a abrumar. Sintiendo ligeramente un agradable frío en los pies, entramos en la tumba sagrada, lugar dónde reposan los restos del fundador de esta religión preislámica: Sheik Adi. Considerado la encarnación de Melek Taus, la deidad más importante para los yazidíes. Mi acompañante me hace saber que solo él puede subir los pocos escalones (aunque también observo que salta uno de ellos) que ascienden hasta donde está elevada la tumba; besa con devoción y rapidez el ataúd cubierto por telas y, sin girarse para bajar, sino haciéndolo de frente al féretro, retrocede hasta donde yo me encuentro. Estamos solos en la sala ante los restos del sabio sufí al que se cree fundador de esta religión. El silencio lo abarca todo en el corazón de la cueva. Acto seguido nos encaminamos despacio hacia la salida.

Salimos al exterior y la luz natural indica la vuelta al mundo real. Giro para tocar la negra serpiente, la cual sigue mostrando el acecho de un peligro ominoso. El joven monje me mira con gratitud y me ofrece la mano, en ningún momento pide dinero. Se despide de mí con una sonrisa y se vuelve a perder en la oscuridad interior, lo veo desvanecerse en la negrura del templo como si fuese el Virgilio de Dante. 


Continuo caminando por la pequeña aldea hasta llegar a la entrada de una vivienda; con la puerta de par en par, puedo ver a una señora que lleva a un niño muy rubio en sus brazos, me doy cuenta enseguida de que no es la madre, sino la abuela. La casa no parece disponer de muchas comodidades. La señora mira sorprendida y el niño me sonríe. Escucho que se dirige a mí en una lengua ininteligible. Intuyo que pregunta quién soy o que hago allí. España, grito con fuerza y con intensos ademanes. La mujer comprende y ríe. En ese momento se asoma la que debe ser su hija, su mirada es esquiva. Dos niñas llegan en ese momento; son rubias y llevan collares y pulseras; también los labios pintados de rojo intenso. Son muy guapas y de rostros muy claros. Corretean a mi alrededor con ánimo curioso. Una de ellas se mete entre las faldas de la señora sin quitarme ojo. Un hombre se aproxima, lleva un pañuelo en la cabeza y la boca tapada. Es un albañil que trabaja en la ciudad. Se sienta a mi lado y me ofrece un pitillo. Juntos fumamos en silencio hasta que empieza a hablar. Su nombre me resulta impronunciable y apenas lo retengo unos segundos.


Es yazidí y trabaja ampliando las casas en la ciudad. Muchos de los suyos que han logrado escapar de las garras del DAESH quieren instalarse allí. El dinero para hacer las casas viene de América, añade. Apenas nos separan setenta kilómetros de Mosul, la ciudad en la que los yazidíes eran vendidos en los mercados del autoproclamado califato. Los hombres y las mujeres que no servían para sus fines eran ejecutados; los demás, primero convertidos al islam y después en esclavos. Podían hacer con ellos lo que quisieran. La peor parte se la llevaron las mujeres. Compradas y vendidas innumerables veces por los militares, pasaron a ser parte de la mercancía en los bazares de la antigua ciudad. Del famoso minarete inclinado del Al-Nuri, surgían a borbotones las palabras que declaraban la guerra al infiel. No creo que sea necesario hacer hincapié en las consecuencias que ha traído todo eso a la población. Tan solo añadir que actualmente, las mujeres yazidíes están teniendo nuevos problemas, ya que muchas, al haber quedado embarazadas de sus captores, son ahora rechazadas por su propia familia. No olvidemos que los yazidíes son un pueblo con fuertes tradiciones.


El hombre de nombre impronunciable me lleva hasta lo alto de la ciudad. Allí  me encuentro con otra familia que está cocinando en un fuego al aire libre. Su sorpresa al verme es mayúscula. Me ofrecen el sempiterno té y tomo asiento con ellos en el suelo. El pequeño edificio ante el cual nos encontramos parece una escuela; a través de las ventanas alcanzo a ver unos pupitres en los cuales hay unas hojas con dibujos. Los niños corren alrededor mío y un señor con bigote acude a preguntarme, nuevamente, por mi nacionalidad. Permanecemos todos en silencio. No hay idioma común, pero puedo apreciar que mi visita no resulta incómoda. Las dos niñas que he conocido anteriormente aparecen de nuevo y se sientan a mirarme con la misma curiosidad que los demás. El señor vuelve a rellenar mi vaso mientras yo miro la montaña. A lo lejos escucho el graznido de un ave. Sé que tengo que marcharme, pues necesito llegar a la frontera turca lo antes posible. Doy las gracias por la bebida mientras todos me despiden efusivamente.


El hombre con quién vine hasta aquí estrecha mi mano. Es seca y robusta. Me agradece la visita y yo, a su vez, la cordialidad. También me ofrecen algo de comida para el camino. Niego poniendo una mano sobre mi corazón. Camino de vuelta al coche, despacio, como sin querer irme del todo. Ahora son dos aves las que cruzan el cielo, se dirigen a la montaña, entrelazadas en el vuelo describen un complejo baile. Giro la cabeza para echar el último vistazo al templo y saludo nuevamente a los militares que siguen de charla en el puesto de control. Mientras me acerco al coche veo a Kamal que se aproxima hacía mí con los zapatos en la mano. Es hora de volver al mundo impuro, me digo.


Texto y Fotos:  Flavio Cosío Moreno.